Para llegar a comprender con mayor claridad lo que significó la apuesta musical de Goldsmith para El planeta de los simios, no está de más un repaso breve y sencillo de algunos conceptos.
En lo que hace a la música, desde siempre el “tono” configuraba el núcleo y norma principal, y toda la estructura de la música clásica se construía en base a la tonalidad, a la armonía. Las escalas tradicionales son las que estamos acostumbrados a escuchar, formadas por tonos y semitonos, y son las que inmediatamente reconocemos y aceptamos como música agradable al oído.
Sin embargo, existen otros sonidos que suponen una sensación de ausencia de armonía que provocan, a quien no está demasiado entrenado, cierto escozor al oído medio, asimilable al ruido, puro y simple, como una suerte de rebeldía musical. La cacofonía es el estudio de esos sonidos, esas disonancias que no resultan agradables a primera escucha, escalas de tonos completos, diferentes a las escalas tradicionales, cuya estructura se da mucho en composiciones contemporáneas y fundamentalmente se ha empleado muchísimo en grupos o bandas de rock.
Aunque suene extraño, la cacofonía no ha sido ajena a la música clásica. En determinado momento histórico se pone en tela de juicio todo lo que hasta entonces era religiosamente aceptado, y se cuestiona la diferenciación que la cultura musical supone entre sonido y ruido. A éste último, como fenómeno acústico de frecuencias irregulares, solo se le permite incorporarlo al lenguaje musical en un carácter meramente ilustrativo o simbólico, nunca como parte del sonido musical propiamente dicho. Pese a ello, el ruido y la atonalidad comenzaron a insertarse en obras musicales a través de autores que los reinvindicaron, como el francés Edgard Varèse, que influyó en compositores norteamericanos como Carl Ruggles y Henry Cowell, y en otros del viejo continente como Arthur Honegger, Paul Hindemith y Charles Ives.