
Tras el éxito obtenido componiendo la música de varias producciones de la London Films de su amigo y compatriota Alexander Korda, el maestro húngaro Miklos Rozsa se encontró con la oportunidad de musicar un film que iniciaría la moda de las aventuras exóticas y los cuentos orientales, mientras forjaba el estilo que lo haría famoso y desembarcaba en Hollywood.
THE THIEF OF BAGDAD (1940)
El ladrón de Bagdad
Miklos Rozsa: Musicando la fantasía oriental
por Eduardo J. Manola
The Thief of Bagdad – Main Title / Seaman’s Song – music by Miklos Rozsa
En los años cuarenta aparecieron algunas producciones que tuvieron como temática la aventura exótica enmarcada en famosos cuentos orientales. Películas como Ali Baba y los 40 ladrones (Ali Baba and the Forty Thieves, Arthur Lubin, 1944), Las mil y una noches (Arabian Nights, John Rawlins, 1942) o La reina de cobra (Cobra Woman, Robert Siodmak, 1944), poblaban las carteleras de la oferta cinematográfica de la época, con estrellas como Maria Montez, Jon Hall y Sabu en las marquesinas. Pero había sido una película anterior, la que había iniciado, digamos, esa moda o furor por el exotismo: El ladrón de Bagdad, de 1940, una novedosa versión del clásico silente de 1924 dirigido por Raoul Walsh e interpretado por Douglas Fairbanks.

La década del treinta había dejado algunas joyitas ambientadas en la India colonizada por Inglaterra, como la mítica Gunga Din (George Stevens, 1939), y Alexander Korda, mandamás de la productora London Films, una especie de David O. Selznick británico, aunque era austrohúngaro, había tenido gran éxito con productos similares como Revuelta en la India/El tambor (The Drum, 1938) y Las cuatro plumas (The Four Feathers, 1939) ambas dirigidas por su hermano Zoltan Korda.
Su siguiente proyecto fue El ladrón de Bagdad, una producción muy libremente inspirada en “Las mil y una noches”, aquel clásico libro, famoso como pocos, que era una recopilación medieval de cuentos tradicionales del Oriente Medio, tomados de un antiguo libro persa llamado Hazar afsana (mil leyendas), cuya compilación y traducción al árabe se atribuye al cuentista persa del siglo IX Abu Abd-Allah Muhammad el-Gahshigar. Su componente aventurero, romántico y exótico fascinó desde siempre al mundo occidental y, por supuesto, el cine no quedó ajeno a ese encantamiento.



Para ponerle música a la película, Korda volvió a llamar a Miklos Rozsa, que ya había compuesto para él la banda sonora de Las cuatro plumas y también la de La condesa Alexandra (Knight Without Armour, Jacques Feyder, 1937) protagonizada por la diva Marlene Dietrich y Robert Donat.
Rozsa se entusiasmó con el encargo, pues le iba a permitir experimentar en el exotismo que le proponía la ambientación oriental del film, y alejarse del estereotipo musical que se venía imponiendo en Hollywood. Su estilo estaba fuertemente influenciado por el componente eslavo y tomaba elementos de sus raíces húngaras, plantadas en melodías populares, como lo hacía su compatriota Zoltan Kodaly, pero también bebía de las fuentes coloristas del ruso Rimsky-Korsakov, en cuya suite sinfónica “Scheherezade” buscó inspiración. La historia fantástica y algo naif de El ladrón de Bagdad le calzaba como un guante.


Sin embargo, el maestro húngaro jamás imaginó que todo se complicaría, cuando Korda eligió al director de la película, el alemán Ludwig Berger. Este exigió como condición que la música fuera compuesta por Oscar Strauss, un compositor de operetas (que no tenía nada que ver con la familia de famosos músicos) con quien mantenía una relación profesional anterior, y Korda, presionado por el presupuesto y los plazos de producción, terminó por ceder, a pesar de que quería a Rozsa, con quien ya había conversado y evaluado la inclusión de una serie de canciones que el músico escribiría y tendría listas antes del rodaje.
En una suerte de fallo salomónico, se terminó acordando que Rozsa compondría la música incidental en postproducción y Strauss las canciones. El prestigioso Muir Mathieson, habitual director musical en las producciones de Korda, volvería a serlo en El ladrón de Bagdad. Los tres, Rozsa, Korda y Mathieson, se reunieron tiempo después para escuchar y evaluar el trabajo de Strauss, se encontraron con canciones típicas de la opereta vienesa de principios de siglo que desnaturalizaban totalmente la estética de cuento oriental que tenía la película y resultaban absolutamente inadecuadas.



Korda y Mathieson le plantearon el problema a Berger, pero este insistió en mantener a Strauss, así que el productor se las ingenió para conseguir imponer a Rozsa. Instaló un piano en una habitación contigua a la oficina de Berger, y mandó a Rozsa a que compusiera las canciones allí y las tocara lo más fuerte que le fuera posible, asegurándose de que Berger las escuchara.
Tocando sus temas a todo volumen durante dos días enteros, Rozsa consiguió la atención del director, que entró a preguntarle qué estaba haciendo. Rozsa le respondió que eran las canciones que él entendía debían incluirse en algunas escenas. Berger, visiblemente ofuscado le espetó que la música para esos pasajes ya los había compuesto Strauss, pero quedó intrigado y le pidió a Rozsa escuchar nuevamente las piezas. Tras ello, salió sin emitir palabra, pero regresó al rato y le dijo a Rozsa que “pensándolo bien” su música quedaría mejor que la de Strauss.
Tras el despido, Strauss amenazó con demandar a Korda porque se había humillado su prestigio, pero la decisión ya estaba tomada, y Rozsa asumió la tarea de componer toda la música. Sin embargo, los problemas no habían terminado allí.
Berger tenía la idea y la intención de que El ladrón de Bagdad se filmara como si se tratara de un musical, y con eso en mente le exigió a Rozsa que escribiera la música de la escena de la persecución en el mercado antes de rodarla. Entonces, los actores deberían ajustar sus movimientos a la música previamente escrita. El resultado fue un desastre.
Rozsa compuso una especie de ballet de cinco minutos que era una maravilla, pero cuando el director se dispuso a filmar la escena con la música como fondo, los actores no conseguían adaptar sus movimientos al ritmo musical y actuar al mismo tiempo. Las actuaciones salían antinaturales y forzadas.

Tal fue el espanto de Korda que le preguntó a Rozsa si no podía componer la música adaptándola a la escena y a los movimientos de los personajes. Rozsa le respondió que por supuesto que sí, pues ese era el procedimiento que usualmente se utilizaba, pero que Berger le había pedido lo contrario. El tema que Rozsa terminó escribiendo para esa escena, que se llamó “The Marketplace of Basra” está considerado como una de las más perfectas muestras de sincronización entre música e imagen de la historia del cine, una verdadera genialidad, con un sentido coreográfico que eleva las virtudes del mejor cine de aventuras.
En la escena del caballo mecánico volador que el villano Jaffar (Conrad Veidt) le regala al Sultán de Basora, Rozsa también demuestra su maestría en lo que a coreografía musical y sincronización se refiere, escribiendo un gallop que inicia imitando el sonido de los cascos del equino, con una orquestación perfecta y de sonoridades metálicas apoyada en instrumentos como cascabeles, marimbas, glockenspiels y campanas, que otorgan una rítmica que se acopla a los movimientos del caballo, finalizando con un magistral scherzo de cuerdas.
Curiosamente, de un total de seis canciones que Rozsa compuso, solo tres fueron incluidas en el filme. Una de ellas fue “I Want to be a Sailor”, interpretada por el propio Sabu, y que fuera conocida como el tema de Abu. Las canciones descartadas fueron depositadas en los archivos de la Syracuse University, y rescatadas para la edición del CD de Prometheus Records de 2016, como material inédito en esa excelente interpretación de la partitura efectuada por la City of Prague Philharmonic Orchestra bajo la batuta de Nic Raine.
Si bien la película se comenzó a filmar en Inglaterra, al estallar la Segunda Guerra Mundial, Korda se vio obligado a trasladar todo el equipo a California, incluido Rozsa, continuando el rodaje en Hollywood, lo que significó la primera visita del compositor a América, donde se radicaría y no solo alcanzaría el éxito, el reconocimiento y la popularidad, sino que conocería a la que sería su esposa para toda la vida.
La banda sonora de Miklos Rozsa provocaría tal impacto en público y crítica que lo colocaría en un lugar preponderante entre los autores de música cinematográfica, junto a Max Steiner y Erich Wolfgang Korngold, además de obtener su primera nominación al Oscar de la Academia, perdiendo la estatuilla a manos del Pinocchio de Leigh Harline.
A partir del éxito de esta partitura, su destino sería Hollywood, y allí las ofertas de trabajo se acumularían en su despacho. Su estilo y su marca, proclives al lirismo de su particular uso de las cuerdas y a la potencia de los metales, dejarían una huella profunda en la música del cine épico y de aventuras.

Fuentes bibliográficas:
Roberto Cueto, Cien bandas sonoras en la historia del cine, Nuer ediciones, 1996