A su vez, el contrapunto que se construye entre las figuras de Patxi y Sartael, lejos de alzarse como una batalla nimia y vacía de contenido, como en tantos otros exponentes del género, se presenta como si se tratara de las dos caras de Jano. Herrero y demonio son dos almas en la hoguera, bailando al borde del abismo, rogando por la salvación, atrapadas en el limbo, entre lo humano y lo divino. No por nada terminarán juntos, intentando cruzar al otro lado de la puerta del infierno, unidos no para salvarse ellos, sino a alguien que lo merecía mucho más.
El diseño de producción es uno de los componentes más atractivos de la película, que logra imponer una atmósfera agreste y a la vez gótica, aprovechándose de un puesta en escena claustrofóbica, circunscripta en buena parte del metraje al interior de la sórdida herrería y sus alrededores repletos de cercos y puertas oxidadas erizadas de puntas de metal, la espesura boscosa no menos tenebrosa, el pueblo, y especialmente las puertas del infierno, en las que el realizador, afortunadamente, no se dejó tentar por una parafernalia de efectos especiales, sino que logró contener la imagen dándole un sesgo más clásico, equilibrando la épica, la solemnidad y el dramatismo de la situación, con un toque de ironía que le imprime una bienvenida sensación de frescura y naturalidad, poco común en este tipo de propuestas.
Un dato singular es el hecho de que la producción apostó por rodar en dialecto euskalki, una variante ya extinta del euskera, y para lograrlo con veracidad contrató al investigador y lingüista Koldo Zuazo, autor del libro “Arabako Euskara”.