
Reseña.
Con motivo del 50 aniversario del estreno de «Dr. Jekyll y el hombre lobo», sexto filme con el licántropo Waldemar Daninsky encarnado por Paul Naschy, analizamos esta obra insólita y, a menudo, incomprendida.
DOCTOR JEKYLL Y EL HOMBRE LOBO (1971)
El licántropo que soñó con Charlot
por Josep Ferran Valls
Dr. Jekyll y el hombre lobo (León Klimovsky, España, 1971). Con Paul Naschy, Shirley Corrigan, Jack Taylor, Mirta Miller, José Marco, Luis Undini…
El cine fantástico español, representado por nombres como Paul Naschy, León Klimovsky, Amando de Ossorio o Jess Franco, entre otros, supuso un fenómeno comercial importante durante la década de los setenta del pasado siglo. Existieron razones para tal boom que merecen un estudio sociológico.
Algunas las hallamos en el aperturismo de los estertores de la dictadura, el fenómeno del así llamado «destape» aplicado a un cine terrorífico patrio como jamás se vio, mezcla de Eros y Tanathos y, en general, el relajamiento de la censura que, involuntariamente, propició una mayor franqueza sexual y expansión de libertades creativas aún aletargadas; porque podían imitarse corrientes cinematográficas ajenas como el western o el fantástico gótico, ya en decadencia, siempre y cuando la acción transcurriera, sobre el papel, fuera de España, mas toda película que airease los trapos sucios caseros sería prohibida sin contemplaciones.
Géneros que -falsamente, pues reposaban sobre nuestra idiosincrasia- «mimetizaban» las pautas de las corrientes internacionales debían localizar sus tramas en países extranjeros, tratar historias «ajenas», «externas», para sortear la tijera censora. Sin embargo, Francia o Los Cárpatos nunca se parecieron tanto a la sierra madrileña ni un hombre lobo polaco al lobishome celtíbero como en las películas de Paul Naschy/Jacinto Molina = actor/guionista realizadas por León Klimovsky.
Aún diría más, en aquellos filmes se identificaban a la perfección localizaciones, intérpretes e incluso maneras típicamente españolas de afrontar las temáticas y ello favoreció la implicación del espectador, propiciando el éxito artístico-comercial.
El triunfo del terror autóctono no hubiera sido posible sin la eclosión creativa de talentos inmersos en tan especial coyuntura; este fenómeno lo determinaron factores industriales que exigían productos fácilmente exportables, amortizados con un gasto y riesgo mínimos. Se sucedieron booms comerciales: La residencia (Narciso Ibáñez Serrador, 1969), La noche de Walpurgis (Nacht der Vampire, León Klimovsky, 1970), El conde Drácula (Nacht, wenn Dracula erwach, Jesús Franco, 1969), etc…

Son varios los opus redactados por Molina donde se percibe una ruptura tonal provocada por el choque entre la concepción del guionista y la mirada del realizador. El jorobado de la morgue (Javier Aguirre, 1972) fue uno de ellos. Molina pone el acento en la delirante aunque casta relación necrófila entre el contrahecho Gotho (Naschy) y su amor platónico mientras Aguirre se empeña en introducir otros amores más físicos.
Por lo que atañe a Dr. Jekyll y el hombre lobo, segunda incursión de Klimovsky en el territorio del infortunado Daninsky tras La noche de Walpurgis, muy original en su concepto al proponer el doble desdoblamiento Daninsky/hombre lobo/Mr. Hyde (los tres encarnados por Naschy), hablaríamos sobre un desencuentro entre Molina y Klimovsky en cuanto a las miradas vertidas sobre dicho Hyde.
Naschy formaliza el personaje literario de Stevenson pensando en la adaptación cinematográfica de Rouben Mamoulian. Lo hace trasladando, sin modificaciones, el sádico victoriano al Londres de los años setenta. Su indumentaria, accesorios hablan por él: vestido «old fashioned», capita, sombrero de copa, bastón…


Klimovsky, en cambio, lo perfila como la parte jocosa de Daninsky, una especie de Charlot psicopático, individuo que liga en la discoteca, ataviado a la manera decimonónica, con la joven prostituta. El realizador argentino llega al extremo de homenajear la secuencia de Luces de la ciudad (City Lights, Charles Chaplin, 1931) que incluye el chapuzón nocturno de Charlot y el amigo borracho en el río Támesis, transformándolo en asesinato a punta de bastón.
¿Dónde termina la letra de Molina y empieza la comicidad de Klimovsky? Para disfrutar con la propuesta conviene aceptar su doble vertiente mitómana/sarcástica tanto como la (en esta ocasión) triple de Daninsky/lobo/Hyde. La naturaleza escindida se observa también en la estructura narrativa, componiendo dos bloques reconocibles. Tras un pequeño prólogo en Londres, que sirve para introducir al Dr. Jekyll y los Costa, el primero transcurre en Los Cárpatos, con «el maldito castillo» Daninsky recortado en lontananza.
Daninsky carga con la maldición del hombre lobo en noches de plenilunio. Imre Costa (Marco) es asesinado a navajazos por unos bandidos mientras visita el cementerio viejo, lugar donde reposan sus progenitores. Acto seguido, su esposa Justine (Corrigan) sufre un intento de violación. El melancólico Daninsky, invulnerable incluso en forma humana, termina con los malhechores de forma terrible, letal, llegando a triturar el cráneo de uno, en el suelo, ayudado por una piedra. Este segmento, en tono e intenciones, recuerda a La noche de Walpurgis. Se emplea para unir los destinos de Waldemar y Justine, dos seres marcados por la fatalidad.



El segundo bloque nos devuelve a Londres, ciudad hasta donde se traslada la pareja. Me agrada detenerme en la modélica, claustrofóbica secuencia del ascensor, muy comentada en su época. Daninsky acude a la clínica del Dr. Jekyll con la esperanza de obtener la cura para sus transformaciones, quedando preso entre las cuatro paredes aceradas debido a una avería.
El personaje, no muy diferente al de José Luis López Vázquez en La cabina (Antonio Mercero, 1972), ejemplifica el prototipo de español medio inmerso en la sociedad tardofranquista, expresado en toda su crudeza en La furia del hombre lobo (José María Zabalza, 1972), tosco ejemplar huérfano del distanciamiento crítico que diera mordiente a propuestas mejor engarzadas, lo cual permitía la intromisión burda del tema del adulterio.
El marido burlado, al brillar el plenilunio, se transforma en hombre lobo sobre el lecho marital, destrozando a la esposa infiel. El componente punitivo hermana el filme con los reaccionarios modelos del «landismo» o la comedia subdesarrollada. Descontento con los resultados artísticos de esa película, Molina rehace la secuencia en El retorno de Walpurgis (Carlos Aured, 1973), donde Aured elude el componente moralista-misógino del título precedente.
Volvamos a la escena de Dr. Jekyll y el hombre lobo. Daninsky, por la tarde, temprano, vestido con traje chaqueta, polaco solo de nombre, se introduce en la clínica de Jekyll. En el momento de subir al ascensor, coincide con una joven enfermera. Como corresponde a todo gallardo caballero español, le cede la entrada. El propio Daninsky, una vez dentro, se ocupa de oprimir los botones. Sin embargo, un problema técnico detiene el aparato.
Fuera se alternan planos de técnicos intentando repararlo con otros donde Jekyll y su ayudante enamorada mas no correspondida, Sandra (Miller), dialogan, en la creencia de que no ha acudido a la cita: todos sirven para expresar el paso del tiempo de manera elíptica. Un recio barón español y una bella enfermera, demasiadas horas encerrados en aquel estrecho cubículo, espacio claustrofóbico que se va cargando de tensión sexual, en el caso de Daninsky, transfigurada en preocupación por la inminente llegada de la noche.
La chica, huérfana de líneas de diálogo, ejerce como elemento perturbador en la forzosa cautividad de Waldemar. En síntesis, por un lado, Daninsky siente emerger la luna llena (inserto), con todo lo que ello significa (metamorfosis, pérdida de raciocinio, dominio de los instintos bestiales), por otro, la presencia femenina ejerce, primero, como detonante de la sexualidad masculina reprimida (maldita) y segundo, objeto erótico (víctima) desgarrado, semidevorado por el hombre lobo.

El decorado metálico del ascensor anticipa la puerta corredera de La matanza de Texas (The Texas Chainsaw Massacre, Tobe Hopper, 1974). Cara de cuero la desplazaba, como elemento cortante, en el interior de la casona familiar, escenario típico del «American Gothic»; el contraste entre ese panel y la antigua vivienda creaba una sensación de extrañamiento.
Lo mismo sucede al insertar al personaje irracional del lobishome en el elevador, recortado contra la pared de acero que torna más duro el momento de la muerte a mordiscos. Una vez consumado el acto, la bestia abandona el recinto, escupiendo la carne ensangrentada. Corriendo por las calles, se dispone a cometer más crímenes. No resulta baladí que una prostituta sea también víctima de su castigo.
Mi valoración sobre la película ha evolucionado favorablemente con los años, pues, por un lado, como avanzábamos, he reparado en que su cruel retrato «transilvano» esconde una radiografía de la España profunda y, por otro, aprecio la compleja naturaleza de Hyde, entidad revivida en Daninsky a través del suero inyectable cuya fórmula obtuvo el abuelo de Jekyll (Taylor). Hyde representa la sexualidad sin freno del mismo modo que el hombre lobo significa el instinto salvaje.

La versión extranjera, con extrema crudeza, permite entender mejor el carácter sadomasoquista de Hyde, látigo mediante, su salvaje relación con Sandra -celosa ante el afecto profesado por este hacia Justine y cuyo amor se torna odio, asesinándolo- y el fustigamiento que Hyde infringe a la propia Justine, ayudado por Sandra. Paradójicamente, el nuevo alterego del hombre a quien ama, somete a Justine a tan sangriento castigo.
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