
Crítica.
La siempre atrayente temática de la eutanasia aparenta ser una de las bazas de la película, pero a poco que nos internamos en las lúgubres instalaciones de un peculiar establecimiento la reflexión sobre el derecho a la vida y a la muerte deriva en otros derroteros, a mitad de camino entre el fantástico, el thriller y el drama existencial.
SUICIDE TOURIST (2019)
Cómo suicidarse sin morir en el intento
por Eduardo J. Manola

El jueves 3 de octubre del pasado año tuve la oportunidad de ver esta producción danesa en el 52º Festival Internacional de Cinema Fantastic de Catalunya, Sitges 2019. Sobre la base de una ficción, la película se arriesga con el polémico tema del suicidio y la eutanasia. O, cuanto menos, aparenta hacerlo. Es que tanto su director, Jonas Alexander Arnby, como su protagonista Nikolaj Coster-Waldau, negaron enfática e insistentemente en la conferencia de prensa concedida en ese ámbito que hubieran tenido ese objetivo o esa idea en mente en el proyecto.
Según ellos, incluyeron en el título del film la palabra “suicidio” solo para “impactar” como elemento de marketing, más que para basar su argumento. Cabe aclarar que tanto el título original danés Selvmordsturisten como el inglés se traducen como “turista suicida”, mientras que en Estados Unidos se conoció como Exit Plan. Amigo lector, vuestra sorpresa fue la mía. Pues entonces, qué nos propone la película?
Coster-Waldau, ya claramente mucho más que el popular Jaime Lannister de Juego de Tronos (Game of Thrones, 2011-2019), la serie de HBO convertida en pieza de culto que lo catapultara al estrellato, es Max, un agente de seguros que, como parte de su rutinario trabajo investiga la desaparición de Arthur, el tomador de una póliza de seguro de vida que ha dejado como beneficiaria a su mujer. En el transcurso de la pesquisa, Max es diagnosticado con un tumor cerebral irreversible e incurable, y mientras trata de ocultárselo a su esposa Laerke (una muy sólida Tuva Novotny), la crisis terminal y la desesperación llevan a Max a dos frustrados intentos para quitarse la vida, hasta que encuentra a Aurora (no, no es una mujer), un hotel clandestino situado en un enclave de ensueño entre montañas surcadas por un estrecho río de deshielo, absolutamente alejado de toda civilización, cuya especialidad es proveer a enfermos terminales una alternativa a su padecimiento: dejar este mundo de manera digna e indolora.

Muy a pesar de la resistencia que oponían los realizadores en la mentada rueda de prensa, lo más atrayente de la propuesta de la película es que la excusa del suicidio se alza como el anzuelo ideal para, encarnado en la figura del desahuciado Max, plantar debate sobre el derecho a decidir la propia muerte. La verdadera naturaleza y finitud de la vida se ven cuestionadas y la percepción que el personaje central advierte en su nueva realidad refuerza la profundidad del argumento que resulta interesante y promete. Luego de algunas dudas y escarceos, Max termina por convencerse y decide contratar los servicios de Aurora e internarse en el peculiar hotel. Su idea es evitarse y evitarle a su mujer el sufrimiento y la agonía de la enfermedad. Se trata de irse con el menor trauma, evanecerse imperceptiblemente en la más silenciosa soledad, que sus seres queridos lo recuerden tal como era, burlando así la imagen del deterioro físico al que la implacable enfermedad lo degradaría.
Aunque peca quizás de un ritmo cansino por momentos excesivo, la primera mitad del film logra transmitir la depresión del protagonista y crear una atmósfera agobiante. En ello se empeñan el muy cuidado tratamiento de la iluminación y el color a cargo de Niels Thastum que redunda en tonos oscuros y fríos, grises, negros y azules, los encuadres estáticos con planos medios y primeros planos, y una textura musical minimalista del compositor Mikkel Hess.
Sin embargo, la propuesta conceptual que venía cautivándonos a medida que avanzaba el metraje en punto a la disquisición existencial y ética de la manipulación de la vida o la muerte aparentemente consensuada en un contrato entre un ser sin futuro y una corporación con objetivos que comienzan a olerse non-sanctos, se diluye justamente cuando la película se redirige a secuencias de relativa acción que se aparean bastante al thriller más convencional, pero también menos efectivo. El clima opresivo que destilaba el planteo original termina lastrado por escenas como la de una interna que intenta fugarse del establecimiento tras arrepentirse en su decisión de “finalizar” su existencia, y es perseguida y ejecutada sin miramientos por personal del hotel, ante la atónita mirada de Max y otros “clientes”. No hay cláusula de arrepentimiento en el contrato. La “solución final” acordada es irrevocable, y allí se nos aparece de inmediato una reflexión casi obligada: ¿qué razones ocultas podrían mover a una entidad como Aurora a cerrar a la otra parte la opción, tan lógica como posible, de rescindir el contrato para seguir viviendo, aunque fuera durante el escaso tiempo que le pudiera quedar? Siniestras razones casi seguro, sobre las que por cierto la cinta no arroja luz.

Para sorpresa de quien escribe, y para muchos de los que participamos de aquella curiosa conferencia de prensa en Sitges, los realizadores se encargaron además de dar por tierra con algunos símbolos que varios habíamos creído detectar al visionar la cinta. El procedimiento que Aurora despliega para disponer de los cadáveres de los internos una vez cumplidos los contratos, que consiste en colocar los cuerpos dentro de enormes macetas como si se tratase de fertilizantes para la germinación de plantas se denomina “Circle of Life” y, por si esto fuera poco, en una escena aparece un gato y su dueña lo llama…“Simba”. La referencia a la película El rey león (The Lion King, 1994) se hacía tan evidente que su inmediata identificación con ese clásico de Disney era inevitable. Sin embargo, ante la ajustada pregunta de un colega, el director se mostró sorprendido, tanto que ni siquiera registraba el nombre del gato, y afirmó que no había tenido en cuenta ese antecedente disneyano ni ningún otro. Demasiada casualidad, no? Pues cada uno hace su película como le va en gana.
Pero hay más. Otro símbolo se presentaba ante quienes lo quisieran ver. Los clientes del hotel, enfermos terminales, eran alojados en habitaciones y despojados de sus ropas. A los varones se les suministraban pijamas a rayas que debían lucir incluso en sus desplazamientos al comedor, a los lugares de recreación, o a las citas con los psicólogos. Me imagino que el suspicaz lector ya habrá pillado hacia dónde voy apuntando. Semejante referencia visual centrada en la vestimenta que lucían los internos no podía hacer más que tentarnos a suponer la referencia a un campo de concentración nazi de la Segunda Guerra Mundial. A ello coadyuvaba asimismo la oscurísima ambientación del hotel, sus negras y cementosas instalaciones de aspecto fabril pese a su diseño moderno, los diminutos dormitorios asignados a los internos, los pasillos estrechos, la inquietante actitud del personal de seguridad y del omnipresente director del establecimiento. Pero no. Otra vez Arnby se encargó de negar lo que parecía una verdad ineluctable. No había ningún signo, por lo menos no lo habían pensado así.

En sintonía con el realizador, Coster-Waldau intentó una explicación que no convenció a nadie: “el derecho a la muerte es algo muy íntimo”. Ostias, haberlo sabido. Cuéntaselo a Max. Y díselo a Aurora. La polémica parecía quedar planteada en la propuesta de Suicide Tourist, pero, lamentablemente, se queda a mitad de camino, en esencia porque el guion no termina de definir cuál es su objetivo, qué es lo que quiere contar, y la contradicción la dejan al descubierto los propios realizadores cuando niegan que la película trate de la eutanasia o el suicidio asistido. Pues entonces, ¿de qué va la película? Si lo que buscaban era hacer un thriller o incursionar en el fantástico (que vamos, de eso iba el festival), pues habrá que avisarles que han fallado, porque no es ni lo uno ni lo otro. Solo hay escarceos de esos géneros. Y si no pretendían la reflexión sobre una temática tan atrapante y actual, pues la honestidad imponía un título diferente, no capcioso.
La sensación de desconcierto que la película exuda a partir de que supera su tramo medio se sella en la sucesión de secuencias que llevan al supuesto desenlace, no menos desconcertante que, por supuesto, no voy a revelar. Sí les diré que esa sucesión de planos pretendidamente oníricos, con aparente presencia divina incluida, transfiguraciones de personajes secundarios, y demás yerbas, no hacen más que contribuir a la confusión general. Si ése era el objetivo, pues sí que lo lograron.
Es una pena. Suicide Tourist tenía todos los condimentos para ser una gran película y los dilapida sin razón. Se enloda en un misterio que no resuelve, untándose un maquillaje de pretenciosa intelectualidad que resulta chocante y se revela ficticia en especial en el pretendido final abierto. Mejor hubiera sido ir al grano, desarrollar lo que tenía ahí, al alcance de las manos, sin darle muchas más vueltas. Pero no lo hace y fracasa. Termina siendo un film tan fallido como los intentos de suicidio de su protagonista.

SUICIDE TOURIST (Selvmordsturisten), Dinamarca, Noruega, Alemania, Suecia, Francia, 2019. Dirección: Jonas Alexander Arnby. Duración: 90 minutos. Guion: Rasmus Birch. Producción: Snowglobe Films, Mer Film, Garage Film AB, Film i Väst, Charades, DCM Productions, ZDF/Arte. Fotografía: Niels Thastum. Música: Mikkel Hess. Reparto: Nikolaj Coster-Waldau, Kate Ashfield, Tuva Novotny, Jan Bijvoet, Robert Aramayo, Sonja Richter, Johanna Wokalek, Slimane Dazi, Kaya Wilkins, Peder Thomas Pedersen, Mette Lysdahl, Vibeke Hastrup, Anders Mossling, Solbjørg Højfeldt, Lorraine Hilton, Per Egil Aske, Christine Albeck Børge
Este artículo fue escrito para la revista DIRIGIDO POR – junio 2020 – Para leer el artículo original pinche aquí