
Crítica.
Sobre la base argumental del relato de Lovecraft, El color que cayó del cielo es una frustrada aportación a un género al que cada vez le cuesta más encontrar productos que vayan más allá de la irreprochable y acostumbrada calidad de los efectos especiales, que privilegie la narración por sobre la exageración visual.
COLOR OUT OF SPACE (2019)
Un Lovecraft descolorido
por Eduardo J. Manola

Con un presupuesto de escasos seis millones de dólares, el mediocre realizador Richard Stanley ha pretendido adaptar “El color que cayó del cielo”, una de las mejores obras del horror cósmico del gran H. P. Lovecraft, autor por cierto, cuyo universo es considerado inadaptable a la pantalla. En tal sentido, este relato resulta particularmente difícil, más aún cuando quien intenta el desafío le sienta grande la tarea. El currículum de Stanley incluye El demonio del desierto (Dust Devil, 1992), que no pasará a la historia, y la impresentable versión de la novela de H. G. Wells, La isla del Dr. Moreau (1996) con Marlon Brando y Val Kilmer, de cuyo rodaje fue despedido y reemplazado por John Frankenheimer, que tampoco logró llevarla a buen puerto. Quizás su único logro fue Hardware, programado para matar (Hardware, 1990), uno de esos productos de clase B de estreno intrascendente que, con el tiempo, ha sabido convertirse en una película de culto del subgénero cyberpunk.
La dificultad de adaptación parte ya inicialmente de un texto literario que se contrapone con los más básicos recursos del lenguaje narrativo cinematográfico: la imposibilidad de representar siquiera, en un fotograma, el color que el autor de Providence describe en su relato, y que señala como de un “cromatismo inexistente en la Tierra”. Stanley tuvo así que elegir un color, y eligió el magenta. Que, eso sí, ha quedado muy chulo, y cubre con su fosforescente pátina el clima de empalagosa psicodelia que impregna todo el film.
Una amenaza sobrenatural del espacio exterior corporizada en un pequeño y, en apariencia, inofensivo meteorito, se estrella en una granja de Massachusetts propiedad del matrimonio Gardner que vive con sus tres hijos, dedicado a la crianza de alpacas. El idílico entorno rural se ve intoxicado rápidamente por los efectos que el objeto alienígena provoca, primero en animales y plantas, y luego en los integrantes de la familia (para peor, la madre convalece de un cáncer), lo que se acentúa con la contaminación vírica del agua.

No es la primera vez que la historia de Lovecraft se ha llevado a la pantalla, a través de diferentes versiones que se han encontrado, de una u otra manera, con el obstáculo de su difícil adaptabilidad, entre ellas la coproducción ítalo estadounidense Granja maldita (The Curse, 1987), debut como director de David Keith, el recordado adlátere de Richard Gere en Oficial y caballero, o la británica El monstruo del terror (Die, Monster, Die!, Daniel Haller, 1965) con el inolvidable Boris Karloff, pasando por la francesa La couleur de l’abîme (Pascal Kané, 1983), la italiana y más sangrienta Colour from the Dark (Ivan Zuccon, 2008), y la alemana Die Farbe (Huan Vu, 2010), rodada en parte en blanco y negro y con cierta intención expresionista en el tratamiento de la luz.
En cuanto al rubro actoral, he leído, con cierta sorpresa, las críticas de algunos colegas que sostienen que Color Out of Space supone el renacimiento de Nicolas Cage en una nueva etapa de su alicaída carrera, que escapa a su oscuro derrotero por subproductos de acción clase Z y aprovecha el género fantástico como lanzadera para su reinvención, ponderando sus anteriores escarceos en la irreverente comedia zombie Mamá y papá (Brian Taylor, 2017) y la inclasificable Mandy (Panos Cosmatos, 2018). Personalmente, sigo pensando que el bueno de Nicolas sigue sobreactuando como nunca, y ya el vicio está acercándose peligrosamente al más preocupante límite de la histeria interpretativa, una mala copia de Jeffrey Combs o Bruce Campbell, dos modelos mucho más efectivos.

Por su parte, Joely Richardson, cuya cándida belleza agradece no haber sucumbido a la tentación del botox y el colágeno, hace lo que puede junto a los jóvenes actores que encarnan a los hijos del matrimonio. Párrafo aparte merece el personaje del analista del agua (Elliot Knight), un imberbe incapaz de analizar nada, al que no contrataría ni para destapar el váter.
Por lejos, lo mejor de la película son sus aires de serie B ochentera, y las obvias referencias y homenajes a cintas icónicas de la ciencia ficción que se inspiraron en todo tipo de formas venidas del espacio para invadir nuestro planeta no con platillos volantes o rayos desintegradores, sino a través de una usurpación de cuerpos o una colonización infecciosa, tan silenciosa y letal como paradójica en esta actualidad que vivimos, desde los inolvidables clásicos de los años 50 como El enigma de otro mundo (The Thing from Another World, Christian Nyby, Howard Hawks, 1951), Invasores de Marte (Invaders from Mars, William Cameron Menzies, 1953), La invasión de los ladrones de cuerpos (Invasion of the Body Snatcheres, Don Siegel, 1956) o La masa devoradora (The Blob, Irvin S. Yeaworth Jr., 1958), hasta sus dignísimas remakes de los 70 y 80.
El culmen de esta estética laudatoria se aprecia en las escenas de las alpacas transmutadas en un amasijo viviente de carne y sangre, discípulas del más puro Rob Bottin, maestro de la animatrónica gore, y sus perros destrozados por los tentáculos de La cosa (1982), aquella maravilla de John Carpenter. El festival de deformaciones se completa con el más insano fundido de cuerpos que se recuerde, una abominable mutación materno filial deudora del más puro body-horror del Brian Yuzna de Re-sonator que, aunque también basado en uno de sus relatos cortos, escrito en 1920, es ajeno a la estética del creador de los Mitos de Cthulhu.
Hay que reconocer algunos toques cinéfilos que gratifican, como la invocación a la magia negra que hace la hija de los Gardner (Madeleine Arthur) utilizando el Necronomicón, el libro de los muertos, que no aparece en las páginas del cuento original. Además, el personaje se llama Lavinia, en un claro guiño a “El horror de Dunwich”, uno de los relatos lovecraftianos más perturbadores.
Todo esto está muy bien, pero no alcanza para salvar un producto fallido, con un desarrollo narrativo inane en el inicio y totalmente descontrolado hacia el final, salvo que uno se entregue a la autocomplacencia del fandom más extremo e incondicional.
Estados Unidos, 2019. T.O.: Color Out of Space. Director: Richard Stanley. Guion: Scarlett Amaris, Richard Stanley basado en el relato de H.P. Lovecraft. Productores: Daniel Noah, Josh C. Waller, Lisa Whalen, Elijah Wood. Fotografía: Steve Annis. Música: Colin Stetson. Intérpretes: Nicolas Cage, Joely Richardson, Madeleine Arthur, Elliot Knight, Tommy Chong, Brendan Meyer, Julian Hilliard, Josh C. Waller, Q’orianka Kilcher.
Este artículo fue escrito para la revista DIRIGIDO POR – julio 2020 – Para leer el artículo original pinche aquí