
Análisis fílmico.
Apoyándose en diferentes elementos, el director William Friedkin nos representa alegóricamente en El exorcista la concepción que así como el bien está presente en todas partes, con el mal sucede lo mismo, y en la película se yuxtaponen continuamente las dos ideas. Asimismo, se ve reflejada la oposición entre la fe y la no fe. Hasta llegar al límite de vincular al exorcismo con un acto de fe, cuyo resultado favorable depende del grado de sugestión y no de si la práctica está bien realizada o no.
THE EXORCIST (El exorcista, 1973)
Vade retro, Mister Friedkin
En el Norte de Irak, el sol avanza entre ruinas y el paso del tiempo también. Los hombres excavan sin saber lo que encontrarán en su misión antropológica. La cámara parece no querer descubrirlo tampoco. Son los sonidos de referencia los que aventuran una historia que data de tiempos inmemoriales. Picos y palas en constante movimiento y la maquinaria del cine dice presente una vez más en un prólogo que muchos recordarán a la hora de hablar de El exorcista, ese clásico instantáneo tantas veces mal copiado por producciones de terror que se vieron seducidas por un relato fantástico terrorífico, el cual se animó a retratar otro tipo de infierno, el tan temido y personal estado de temor por los monstruos interiores, por los dobleces de la moral y la ética cuando el sentimiento de culpa oculta la fuerza del deseo y los hombres de piel, carne y hueso sucumben a las tentaciones.
El prólogo nos despide con la suficiente fuerza de sembrar la semilla de la perturbación y de acuerdo a los niveles de empatía de cada espectador, la propuesta de un enigma a resolver: un objeto, un símbolo, una presencia de rostro extraño, en la cerámica y en la mente del antropólogo (Max Von Sydow) que recibió la noticia. El descenso por una escalera con forma de cruz y la danza macabra de la metáfora que se repetirá a lo largo de la travesía hacia los orígenes de la maldad.

Cara, cruz, camino sin retorno…
En el desarrollo de El exorcista, el elemento de la cruz adopta múltiples sentidos y cada uno de ellos debe tomarse en la dialéctica denotación-connotación, según el personaje y el contexto. La presencia de la cruz en varias ocasiones es el recurso narrativo que William Friedkin explotó como metáfora visual por la potencia de las imágenes y la manifiesta idea de prescindir del lenguaje explicativo en los parlamentos de diálogos. La cruz pasa de ser un arma, simbólicamente hablando, desde la perspectiva de los curas, en su lucha desigual contra el demonio. Es el refuerzo de la palabra que además encierra la contracara de la fe cuando la oración fracasa en ese territorio sin ley, donde la posesión del cuerpo es otro tipo de fe más cercana a lo pagano que a lo divino. Si el mal tiene rostro o cara en el cuerpo poseído también tiene nombre cuando se le obliga, en medio del violento exorcismo, a decir su nombre. Quien tampoco tiene rostro pero sí un nombre es Dios, en este caso representado en la cruz que ya no es arma, sino verbo y carne. Está en todos lados y al mismo tiempo. El demonio, también, y puede llegar como una brisa en una calle abrazada por la bruma y acompañar con las hojas del otoño a los débiles mortales que transitan con su fe cada rincón de esa geografía de la incerteza.
No obstante, el realizador aumenta la presencia del elemento cruz desde la propia habitación de la niña poseída. En la habitación de Regan, en la piel de la carismática actriz Linda Blair (pobre Linda haber caído en la mente retorcida de este director y de esta película maldita), se refleja en el marco de la puerta, más precisamente en el contramarco con forma de cruz. Una de las escenas más escalofriantes es la del exorcismo donde Regan levita con los brazos extendidos en cruz y en otra ocasión utiliza una pequeña cruz para auto satisfacerse. Nuevamente, el cuerpo y el deseo despejan toda duda sobre su pureza e inocencia infantil para dar paso al despertar sexual y a la ruptura del mandato procreador a la hora de hablar del cuerpo femenino.
Coqueteando con el mal
Si bien en el film existen sobrados indicios para comprender la idea del mal como un acecho que va ganado fuerza durante el desarrollo de la trama, W. Friedkin arremete contra ese concepto al vaciarle la carga connotativa para transformarlo en algo que sucede de manera rutinaria. Ese despojo permite emparejar acciones naturales o normales con otras que no lo son como por ejemplo que la niña protagonista juegue con una tabla ouija, y durante ese no tan inocente pasatiempo convoque a algunos entes demoníacos. Tal vez el castigo para ella aparezca en su estadía en el infernal ámbito de la medicina, en esa camilla y máquinas para investigarla, aunque también para lastimarla.
La vulnerabilidad de esa ambigua, angelical y demoníaca Regan refuerza la tensión irresuelta entre la luz y la oscuridad, en la medianía donde los contrastes resaltan la opacidad de las conductas. La ciencia y su fe buscan inocentes como las religiones buscan acólitos, obedientes y mansos.



Un sonido de otra dimensión
Anteriormente se hizo hincapié en que este film transita por los andariveles del fantástico-terrorífico. La construcción orgánica de lo desconocido guarda una relación directa con la aparición del concepto de “el otro”, recurrente en todo relato que se precie y que marque el conflicto entre el nosotros y el afuera. Para este aspecto, la puesta en escena de El exorcista incorpora un conjunto de indicios sonoros en constante progresión y que sería importante remarcar.
Todo comienza con una referencia a roedores dentro de la casa de Regan, en Georgetown. Los sonidos presentan lo sobrenatural y la puntuación en su justo gradualismo, así como el in crescendo, se conecta con los aspectos dramáticos de esta historia. Y para reforzar el territorio de lo sobrenatural, el lugar de “lo otro”, basta con detenernos en la disposición del espacio y los objetos que lo habitan:
La habitación de Regan: Es un sitio autónomo respecto al resto de la casa. Podría definírsela como «La morada del diablo». La puerta representa, metafóricamente hablando, el pasaje al infierno. Lo sobrenatural, lo extraño, lo inexplicable para la razón humana, se manifiesta siempre en dicha habitación. Allí, todo es dominado por la voluntad de la niña poseída. Los muebles pasan a ser armas de las que se vale cuando es atacada. Incluso, se efectúa el encuentro con los curas y el posterior exorcismo, como una suerte de batalla entre el cielo y el infierno.

La cama: cumple una doble función, es el lugar acogedor donde la pequeña Regan descansa y duerme por las noches, pero también es el lugar donde permanece atada cuando se manifiesta su posesión, y que al principio la aterroriza cuando se mueve sin cesar como otro indicio de lo sobrenatural. Con el empleo de la cama, el director utiliza el principio de simetría en el relato, porque al comienzo nos muestra a la niña Regan dormida cuando es visitada por su madre Chris (Ellen Burstyn, que interpreta simétricamente también a una actriz de cine), en pleno conflicto laboral por un rodaje con sus contratiempos, estudiantes de cine que reclaman por la demolición de un lugar. Luego, se repite la misma situación con resultado diferente ya que la niña no duerme y está al acecho. El hecho complementa la forma de transformación del personaje.


El juego de la simetría se expande en otro aspecto de este film que es mucho más que una historia de terror. El cine como nexo de las distintas historias, es decir la de la madre y el rodaje, la del director Burke, misteriosamente asesinado, remiten por un lado a los 70 como contexto general. En lo que hace a la incorporación del asesinato de un director de cine, la idea de abrir una línea policial no es más que la reafirmación irónica del propio creador y un guiño con el espectador para desviar la atención, en vísperas de una seguidilla de destinos trágicos promediando gran parte de la última mitad de la trama. La alusión al cine de los 70 también en un fuera de campo, que actúa como referencia de la rebeldía juvenil, los enfrentamientos con la autoridad, la represión policial, el abandono del eslogan pacifista «Paz y amor» por «Sexo, drogas y rock and roll». Todo sirve de referencia para explicar de qué manera se pensaba en los Estados Unidos de los 70.
Sobre este tópico singular, es interesante relacionarlo con un fragmento del guion que transcurre en la clínica psiquiátrica: el doctor le pregunta a Chris si en su casa no se consumen drogas y ella, enojada, sentencia que no, que ni siquiera tiene marihuana. Por otra parte, en esta secuencia entra en escena el personaje del padre Karras (Jason Miller), quien está observando el rodaje y luego se pierde entre la multitud.
Hasta la escena del rodaje, el film se desarrolla por cauces normales. Si bien el único indicio de anormalidad puede estar vinculado con los ruidos extraños en la casa de Regan, el resto de los acontecimientos no reflejan ningún signo sobrenatural como para prestarle atención. A partir de este momento, la película tomará una dirección totalmente opuesta. El director desata la tensión, crece el dramatismo y rompe la vida tranquila y sin problemas de los personajes para transformarla en un semi-infierno.


Simpatía por el diablo
Existe un punto de quiebre en la historia que abre paso a una nueva atmósfera en la trama. Se multiplican las pistas sobre lo inexplicable y de lo sobrenatural, para así potenciar la idea de «el otro» en la figura de Regan. La característica primordial de «el otro» se inscribe en que el personaje altera el orden establecido y por eso debe ser destruido. Otro elemento del cine fantástico y de terror, desde la amenaza latente del monstruo, cruzado con el drama cotidiano y doméstico que encarna en la madre de la posesa, ya redefinida como el mal. Sobrados ejemplos atraviesan esta lucha entre la fe y el descrédito de la fe.
Por ejemplo a través del leitmotiv sonoro de «Tubullar bells»; el juego de «La Ouija» (una tabla con letras para convocar a los espíritus) por el cual Regan interactúa con el demonio, a quien llama «Capitán Howdy»; la estatua profanada en la Iglesia; los disfraces de los chicos que corretean por el barrio de Chris cuando va camino a su casa; y por último, la pieza que encuentra el detective Kinderman (Lee J. Cobb) al pie de la escalera de entrada de la casa de Regan, que tiene las mismas características que aquella encontrada por el padre Merrin (Max von Sydow) en Irak, en el prólogo del film.
Apoyándose en estos elementos, el director William Friedkin nos representa alegóricamente la concepción que así como el bien está presente en todas partes, con el mal sucede lo mismo, y en la película se yuxtaponen continuamente las dos ideas. Asimismo, se ve reflejada la oposición entre la fe y la no fe. Hasta llegar al límite de vincular al exorcismo con un acto de fe, cuyo resultado favorable depende del grado de sugestión y no de si la práctica está bien realizada o no. Resulta muy simbólico el hecho que sea un médico quien le proponga a Chris la solución mágica, luego de haber sometido a Regan a todo tipo de traumáticos estudios clínicos para encontrar la causa de su comportamiento desviado.

No culpes a la noche
Hay en el film otros dos elementos que contribuyen en la construcción metafórica, uno es la noche, y el otro las escaleras. La noche, es importante porque marca siempre los momentos en que se va transformando Regan. Está asociada con lo desconocido. A la noche, se escuchan los ruidos extraños. A la noche se desata «la batalla» del exorcismo. El sueño que tiene el padre Karras (con el recurso de la suspensión sonora) sucede de noche, como así también el asesinato de Burke Dennings.
Las escaleras, no obstante, marcan el lugar de transición entre dos mundos. Actúan como una forma de pasaje a otro lugar. En el caso de la escalera de la casa de Regan, el ascenso a «Lo otro», el pasaje entre el mundo normal a otro desconocido. La escalera de la entrada de la casa representa exactamente lo mismo, y cabe destacar que por ella cae Burke asesinado, y al final el padre Karras cuando se tira por la ventana.


Dime cómo te llamas y te diré en quién crees
De la galería de personajes diseminados a lo largo de la trama queda plasmada la idea de prisma de valores recreado por la construcción meticulosa de cada personaje y sus acciones que sería necesario repasar en este breve identikit o polaroid de una locura ordinaria.
Padre Lankester Merrin (Max von Sydow): actúa de nexo entre las dos historias, es decir, la del prólogo y la de Regan. Es quien combate al demonio y además el que más lo conoce. Está representado como aquél que posee la fe y no se deja llevar por sus impresiones.
Padre Demian Karras (Jason Miller): es el consejero psiquiátrico de un grupo en la iglesia. Fue boxeador, rasgo que le imprime una violencia contenida que desatará al final del film contra Regan. Carga con la culpa de haber abandonado a su madre enferma, quien luego muere. Se cuestiona su fe, lo cual lo aleja de Dios. Finalmente, se transforma cuando efectúa el exorcismo.
Chris MacNeil (Ellen Burstyn): es la madre de Regan. No se lleva bien con su marido, quien aparece siempre hablando por teléfono con ella (fuera de campo). Es escéptica por excelencia, no es creyente y a los psiquiatras los denomina «loqueros». Ella pide ayuda al padre Karras para que realice un exorcismo a su hija y lo persuade de que es la única manera de combatir al demonio, porque se convence de que su hija Regan mató a su amigo Burke.



Mary Karras (Vasiliki Maliaros): es la madre del padre Karras. Si bien aparece poco, su rol es trascendental porque influye en la conducta del padre Karras (aparece en su sueño y en su confrontación con el demonio)
Tte. William Kinderman, detective de homicidios, (Lee J. Cobb): con su presencia el director hace alusión al aspecto policial de la trama. Como una suerte de homenaje al género. No es casual que el personaje sea cinéfilo. Es quien se hace más preguntas a lo largo de su investigación, tratando de introducirse en el costado psicológico de Chris y Demian, característico del policial deductivo inglés.
Regan Teresa MacNeil (Linda Blair): es la hija de Chris, tiene doce años y sufrirá las transformaciones hasta quedar poseída por el demonio. En ella se hace visible la mutación no sólo de su personalidad sino de su cuerpo que sufrirá todo tipo de agresiones de los médicos y a través de los instrumentos utilizados para sus estudios (son puestos en escena por el director como algo monstruoso y diabólico). Finalmente aparecerá pidiendo ayuda con una inscripción de «socorro» en su vientre.


El sueño de la razón reproduce monstruos
¿Es El exorcista el testimonio cinematográfico de un agnóstico como William Friedkin? Ese interrogante lejos de encontrar consuelo en los distintos análisis que buscaron con la paciencia de un antropólogo respuesta se ven atrapados en aquello que no se puede explicar desde el punto de vista empírico. Algo similar ocurre con la diatriba entre creer y no creer. Para el caso particular de una película que se atrevió a explorar varias aristas de la condición humana, a desnudar las trampas de la razón y a reírse de la tragedia cotidiana de una pequeña vulnerable que sólo buscaba ayuda ante la presencia de algo que doblega su voluntad, alcanza de sobra para observar hasta dónde llegan las esquirlas de esta bomba capaz de remover los cimientos de la fe como esos terremotos que alteran el orden de lo establecido. Tenía que ser entonces el propio demonio, ese pícaro revolucionario, el que encendiera la mecha para repensar, como solía ocurrir con el cine de otro tiempo, cuál es el lugar del cielo y cuál es el del infierno en el devenir de nuestra fugaz existencia.



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Como siempre impecable análisis, un clásico siempre vigente.
Excelente Eduardo.
Gracias Daniel, pero hay que darle el crédito a nuestro colaborador, Pablo Arahuete, quien además era uno de mis más queridos oyentes del programa radial LA NARANJA MECANICA, allá por los ya lejanos años 90. Un abrazo