
Crítica.
Haciendo de la mentira casi su única fuente, de la que bebe con desvergüenza absoluta, el realizador brasileño Fernando Meirelles construye, con el beneplácito de ciertos medios, un simple pero peligroso sofisma: la secularización de la Iglesia Católica y la imposición del relativismo religioso. Mirar detrás de esas imágenes cotidianas que pretenden provocar empatía e imponer lo «políticamente correcto», es algo que debemos intentar.
THE TWO POPES (2019)
Dos Papas, muchas mentiras
por Eduardo J. Manola

Cuando uno acomete el análisis de un film, lo primero que debe proponerse es centrarlo en los aspectos técnicos y artísticos del objeto a auscultar, descartando cuestiones ideológicas o políticas. Sin embargo, hay productos que hacen casi imposible respetar tales propósitos, más aún cuando al análisis se suma la siempre polémica temática religiosa, sea cual fuere el credo expuesto al microscopio. Los dos Papas (The Two Popes, 2019) constituye uno de esos casos por su actualidad y porque se mete con la Iglesia Católica, nada menos. Intentaré de todos modos, no “caer en la tentación” y ceñirme al tuétano, pero desde ya adelanto: retener mi opinión personal podría hacer estallar alguna vena, lesionando mi integridad física, y mi conciencia. Hinquemos el bisturí entonces.
Fernando Meirelles, el realizador brasileño que con Ciudad de Dios (Cidade de Deus, 2002) pintó el crudo inframundo de las favelas de Río de Janeiro, sucumbió a las mieles de Netflix y firmó una inocultable manipulación de las figuras de Benedicto XVI y Francisco, que encuentra su mayor solidez en el duelo actoral entre Anthony Hopkins y Jonathan Pryce (que parece condenado a retratar iconos históricos argentinos, fue Perón en la versión de Evita, de Alan Parker).
Bajo el mascarón de proa de una supuesta fábula de las relaciones de los dos Papas, de cuidado lenguaje narrativo, con diálogos en ocasiones profundos y toques de humor desopilante (como cuando Bergoglio intenta bailar un tango con Benedicto, o cuando piden pizza a un delivery para degustarla juntos), a la que no puede negársele solvencia técnica y cierta habilidad en el manejo de la tensión en algunos pasajes, Meirelles intenta llevar de la nariz al espectador desprevenido y no del todo conocedor de la historia, principios y dogmas del Catolicismo.


Haciendo de la mentira casi su única fuente, de la que bebe con desvergüenza absoluta, construye un simple pero peligroso sofisma, que muchos medios de comunicación vienen promoviendo insistentemente: la secularización de la Iglesia Católica y la imposición del relativismo religioso, mediante el uso de imágenes cotidianas para provocar empatía. En el film un transeúnte exclama: “Yo sé quién es Ratzinger. Ese nazi no debió ser elegido”, y con ello se tergiversan los hechos. De familia ferozmente anti-nazi, que fue forzado a enlistarse en la Wehrmacht en el ocaso del Tercer Reich, Ratzinger jamás podría simpatizar con el totalitarismo. No es “el rottweiller de Dios” que estigmatizan los detractores de la Iglesia dogmática y la película recalca, que no baila ni ríe, que rechaza el abrazo del otro, ni el terco doctrinario obsesionado con el celibato y la homosexualidad, indiferente a la pobreza, tan alejado del mundo que ignora que Eleanor Rigby es una canción de los Beatles. La metódica y tendenciosa sucesión de golpes bajos dirigidos a esmerilar la imagen de Benedicto y, en igual medida, ensalzar la del Cardenal argentino, es tan burda que provoca sorpresa primero, y luego rechazo.

La ficción del libreto cinematográfico de Anthony McCarten, fruto de su propia pieza teatral The Pope, de 2017, es supina. Bergoglio no viajó a Italia en 2012 para pedirle a Benedicto autorización para jubilarse, ni este le confió a aquel su decisión íntima de renunciar al Papado, y menos aún lo consideraba la mejor opción para sustituirle. En una escena, Benedicto se confiesa ante un consternado Bergoglio, algo que por supuesto jamás ocurrió. Mientras lo hace, su voz se diluye en una elipsis sonora y reaparece sugiriendo su negligencia y encubrimiento en el affair del sacerdote mexicano Maciel, que abusó sexualmente de niños. Las mentiras no tienen límites: fue Ratzinger quien introdujo los primeros cambios concretos en los procedimientos canónicos contra quienes cometían tales atrocidades, repudiables desde todo punto de vista y merecedoras de los mayores castigos, mundanos y divinos. Ya como Papa, expulsó a cientos de estos depravados, incluido Maciel, muerto en 2008 como el sacerdote de mayor rango castigado por abuso sexual.
Por el contrario, la película no menciona al padre Julio Grassi, condenado a quince años de cárcel por abuso de niños luego de un escandaloso proceso que mantuvo en vilo a la opinión pública, a quien Bergoglio, cardenal y presidente de la Conferencia Episcopal Argentina, protegió de todas las maneras a su alcance, llegando a contratar un poderoso estudio jurídico para confeccionar un documento forense que desacreditara a las víctimas, lograra la inocencia de Grassi y lo rescatara de la justicia secular. “Bergoglio siempre me sostuvo”, agradeció Grassi durante su juicio. Francisco jamás recibió a las víctimas argentinas de abusos sexuales por parte de miembros del clero. ¿Qué motivaciones llevaron a los realizadores a falsificar con tal descaro los acontecimientos? Mi respeto a la inteligencia del lector me inhibe de emitir juicio, pero aportarle más datos le permitirá una evaluación más honesta.

En su libro The Two Popes: Francis, Benedict, and the Decision that Shook the World, McCarten describe así a Francisco: “Es un soplo de aire fresco con el carisma de una estrella de rock; hay algo de John Lennon en él… Es un argentino carismático y divertido, un hombre humilde, extrovertido, que viste de manera sencilla (utilizó el mismo par de zapatos negros durante veinte años)… un hombre común, del pueblo…”. Sorprendente semblanza para quienes conozcan algo de la biografía de Bergoglio, y ante un hecho reciente que arrojó alguna sombra sobre la afabilidad y benevolencia de Francisco, cuando reprimió con insólita ofuscación a una feligresa oriental un tanto efusiva. McCarten intentó justificar las intenciones del film: “…En un mundo en el que los conservadores y los progresistas se distancian e insultan cada vez más airados, queríamos hacer una película sobre el encuentro en una postura intermedia”. Pues han fallado. La película toma partido con desparpajo por una de las dos posturas, por uno de los dos Papas.
The Two Popes es, dicen, en última instancia, un exponente del «santo bromance» [de brother, hermano en inglés, y romance], una suerte de revitalización de La extraña pareja, aquella entrañable comedia con Lemmon y Matthau que mostraba con humor la convivencia entre dos hombres sin connotaciones sexuales. Por ello no habría que tomarla tan en serio, sino apreciarla como una ficción de entretenimiento inofensiva. Me resisto a aceptar esa visión. En su velada superficialidad moralista, se perciben los escarceos de un vehículo propagandístico eficaz y peligroso, como los tan criticados folletines bélicos hollywoodenses de la Segunda Guerra Mundial, o la divinización que del Führer hace Riefenstahl en El triunfo de la voluntad. Todas mendacidades reprochables en igual medida.
Los dos Papas pudo ser una película mejor, un interesante estudio de personajes, una obra superadora, de haber tenido en miras la objetividad histórica y las vidas “reales” de semejantes personalidades, por cierto mucho más enriquecedoras que las caricaturizadas en el film. Pero se quedó en una apología tendenciosa de una sesgada visión del catolicismo pretendida por el director y quienes comulgan con esa ideología. Y esa capacidad de daño dirigida a erosionar la figura de Ratzinger, sin quererlo, le ha hecho un flaco favor a Francisco. Y yo que pretendía ceñirme a los aspectos artísticos del film. A estas alturas ya no confío en haberlo logrado.

LOS DOS PAPAS (The Two Popes), Reino Unido, Italia, 2019. Dirección: Fernando Meirelles. Duración: 125 minutos. Guion: Anthony McCarten Producción: Netflix Fotografía: César Charlone Música: Bryce Dessner Reparto: Anthony Hopkins, Jonathan Pryce, Juan Minujín, Luis Gnecco, Cristina Banegas, Renato Scarpa, Sidney Cole, María Ucedo, Achille Brugnini, Federico Torre, Germán de Silva, Lisandro Fiks
Este artículo fue escrito para EL ESPECTADOR IMAGINARIO nº 109 – febrero 2020 – Para leer el artículo original pinche aquí