
Reseña.
A menudo se olvida que Sergio Leone no empezó en el cine con el eurowestern. La así llamada «trilogía del dólar» supuso su reconocimiento como «autor», sin embargo, el péplum le dio la oportunidad de descollar en tareas de guionista, ayudante de dirección y, finalmente, realizador.
IL COLOSO DI RODI
El coloso de Rodas (1961)
por Josep Ferran Valls
El coloso de Rodas. (Il Colosso di Rodi, 1961). España-Italia-Francia. Con Rory Calhoun, Lea Massari, Georges Marchal, Conrado San Martín, Mabel Karr, Ángel Aranda, Jorge Rigaud…
En muchos casos, las declaraciones que los autores emiten sobre su propia obra le hacen un flaco favor a esta. Sergio Leone no creía en el péplum, pese a laborar con acierto en el mismo; pensaba que, a medio plazo, esta corriente cinematográfica desaparecería, como así fue. Paradójicamente, su reinterpretación mediterránea del western norteamericano favorecería la proliferación de productos espurios que terminarían por degradarlo y finiquitarlo.
Leone participó en el libreto del atípico péplum aventurero Le sette sfide (1961, Primo Zeglio; ver en esta misma sección), filme donde sorprende el tratamiento cruel, incluso monstruoso, aplicado al forzudo protagonista (Ed Fury). «Esa película era bien dramática», me comentaba, no hace mucho, Bella Cortez, estrella que intervino en el filme. El concurso de diversos guionistas nos impide medir la aportación de Leone a la trama. Conocido luego, precisamente, por su truculentos spaghetti-westerns, Leone tenía -por decirlo así- una deuda contraída con el maduro Mario Bonnard, a quien podemos considerar su maestro y para el cual laboró en la escritura de guiones o ayudante.

Pienso en Afrodita, dea dell’amore (Bonnard, 1958), producto de transición similar a los épicos filmados por Pietro Francisci antes de Hércules (Le fatiche di Ercole, Francisci, 1958), cuyo intríngulis opone el cristianismo al clasicismo grecorromano. Algo parecido ocurre con Los últimos días de Pompeya (Gli ultimi giorni di Pompei, Leone, 1959), producción Procusa, casa española asociada al Opus Dei que propició rodajes autóctonos de títulos como El coloso de Rodas o Goliat contra los gigantes (Goliath contro i giganti, Guido Malatesta, 1961); Ursus (Carlo Campogalliani, 1961) supondría otro buen ejemplo de épico español, mas fue rodado bajo pabellón Atenea Film (junto a Cine Italia).
Los últimos días de Pompeya, preparada por Bonnard pero ultimada, sin acreditar, gracias a Leone, se erigió en su ópera prima. El futuro autor de Hasta que llegó su hora (C’era una volta il West, 1968), reformuló el esquema del maestro, acercando la película a una misión «bondiana». Leone pretendía retratar un agente secreto de la antigüedad, extremo abortado cuando los productores impusieron a Steve Reeves, máximo ídolo del péplum, quien terminó tras la piel de un centurión romano, Glauco. Aunque huérfano de dotes interpretativas -el propio Leone le consideraba jocosamente «un robot»-, su prestación resulta más sutil de lo habitual, intentando parecer seductor y consiguiéndolo en parte. Ciertamente, pese al «leonino» deseo frustrado, la película supone una obra considerable.


A la hora de encarar El coloso de Rodas, co-guionizada por (el pilar de péplum) Ennio De Concini, Cesare Serchia, Aggeo Savioli, Carlo Gualtieri, Luciano Chitarrini, Luciano Martino, Duccio Tessari y el propio Leone, este último incidió en su idea original de trasladar a 007 al mundo clásico. Para ello, contó con Rory Calhoun, héroe del western USA, en su modalidad Serie B, signo, tal vez, premonitorio. Calhoun no demostraba tanto carisma como Sean Connery pero aportó la ironía (constante en la obra de Leone) y las dotes de seducción que el realizador demandaba. Roger Moore sí laboró para el péplum, antes de encarnar a Simon Templar, en El rapto de las Sabinas (L’Enlevement des Sabines, Richard Pottier, 1961), pero esa es otra historia.
La elección de un protagonista no musculado comprometía tanto a Leone frente a los productores como tratar de explicarles que el Coloso del título no lo personificaría un «gigante buono», pues representaba una de las Siete Maravillas del Mundo, la estatua gigante de Helios, formalizada por Cares de Lindos con placas broncíneas sobre armazón de hierro, monumento que dominó la entrada del puerto de Rodas entre 280 a. C. (aprox.) y 226 a. C., cuando se derrumbó a causa de un terremoto.

Calhoun, o mejor dicho, el ateniense Darío, héroe de guerra (como Ursus), por invitación de su tío Lisipo (Jorge Rigaud), residente en Rodas, acude a la inauguración de la estatua. El Coloso porta entre sus manos una vasija flamígera, esta ejerce como faro y arma defensiva contra los posibles bajeles invasores que crucen el puerto bajo sus piernas. El lugar es tiranizado por el Rey Serses (Camardiel) con la complicidad de su lugarteniente Thar (San Martín). Thar negocia una alianza secreta con los fenicios, quienes se han posicionado contra Grecia. Darío se acerca más al George Kaplan de Con la muerte en los talones (North by Northwest, 1959, Alfred Hitchcock), circunstancial, involuntario agente secreto, que al Bond cinematográfico de la serie inspirada en esta, pues, tras evolucionar por la corte, flirteando con Dalia (Massari; ansiosa de poder), aunque termine enamorándose de Mirte (Karr; afecta a la causa insurgente), se involucra sin proponérselo en los intentos de los rebeldes encabezados por Peliocles (Marchal, rostro familiar en tantos épicos europeos) para derrocar a Serses.
Algunos objetan a El coloso de Rodas carecer de los recursos visuales expuestos en los spaghetti western dirigidos por Leone, como los primerísimos primeros planos o la exasperante dilatación espacio-temporal. Quienes así se expresan olvidan que el épico europeo nadaba en las aguas del clasicismo, de la limpieza formal, respondía a ciertas exigencias expresivas, signos de puntuación, digamos, inalterables gramaticalmente hablando. Leone cumplió muy bien su función, relatando con soltura, eficacia, una historia que se debatía entre lo irónico y lo sensual (las intrigas cortesanas, las ambivalentes relaciones de pareja), la epicidad y la espectacularidad (revueltas contra el poder, el torso del Coloso como escenario de lances o su propio fin a consecuencia del terremoto), todo ello aderezado con la crueldad inherente al género, que muchos asocian al temario del cineasta. En breve: Peliocles es torturado introduciéndolo en un cilindro metálico que recibe, acto seguido, campanadas cuyas taladrantes reverberaciones le enloquecen; momento similar, con distinto desarrollo, inserto en la posterior Puños de hierro (Maciste contro il vampiro, 1961, Giacomo Gentilomo y Sergio Corbucci).

Al margen de que el autor de Por un puñado de dólares (Per un pugno di dollari, 1964) desarrollase antes o después su estilo característico, debemos recordar que, en sus westerns, la narrativa se plegaba a las exigencias expresivas de las partituras compuestas por Ennio Morricone. En El Coloso de Rodas, el maestro Angelo Francesco Lavagnino sirve a las imágenes, sin buscar el lucimiento personal.
Conviene acercarse a la película en su versión italiana. La española, como resultaba previsible durante la dictadura, escamoteó la secuencia precréditos, con la escaramuza de los insurgentes para liberar a su líder de la esclavitud, y la del romance, sutil, por otro lado, entre Darío y Dalia en los aposentos de aquella.

Tras El Coloso de Rodas, pese a los positivos resultados artísticos, críticos y taquilleros, Leone no volvió a rodar péplum alguno, aunque siguió involucrado en el género. Ello refuerza mi convicción de que vio plasmada su idea satisfactoriamente. Ya había hecho oír su voz, prefiriendo, luego, abordar el eurowestern.
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